Perdido en la agonía donde no queda fe ni esperanza, seguí avanzando, con nada más que la fuerza de voluntad. Majestuoso como lo que soy, un Dragón, escalé hasta la cima de aquella montaña que nace en el mismo infierno y lo vi claramente, el campo de batalla donde todo había empezado; tan natural, pacífico, frondoso que parecía un jardín, y a lo lejos cruzando con la mirada ese mágico lugar los demonios descansando.
El Destino me tentaba con otra prueba. Ya recuperado de mi fuerza, tuve el libre albedrío de volar hacia rumbos distintos, sigiloso, sereno y meditabundo o enfrentarme a aquellos demonios.
Me erguí en aquella cima, abrí mis alas y rugí tan fuerte que se estremeció el mismo cielo. Ya estaba decidido, acabaré con ellos o moriré en el intento.
Ahí donde todo empezó, ahí mismo había que terminarlo.
El rugido hizo que los demonios se pusieran en guardia, prestos para el combate, pero arremeter contra el enemigo valiéndose de la sorpresa no tiene honor, así que les avisé el día del último combate, para que se prepararan completamente...
Y así pues llegó el momento, la pelea no fue encarnizada como lo esperaba, de hecho venían diezmados, sin fuerza, y yo recuperado al cien por ciento, no los acabé porque muy en su interior sabían que no había escapatoria, se rindieron antes de comenzar, pero el mismo cielo lloró en aquel momento, para que las brazas ardientes de mi corazón no lo extinguiera todo de un golpe.
Mi fuerza es incalculable, pero como me lo dijo un hermano dragón, te asiste la sabiduría, ocúpala a tu favor, y sus palabras hicieron eco en mi ser, así que una vez aclarado el que pasaría si vuelven a despertarme dieron media vuelta y salieron del encuentro, yo por lo pronto levantaré nuevo vuelo, hacia donde no sea alcanzado por la duda, por el miedo o por los demonios.